América Latina ya tiene su Alan – Por Adrián Fernández
14 diciembre, 2018
category: FORO DEBATE
Un grupo de personas que escapaba de la violencia y el hambre intentaba llegar a lugares muy lejanos pero más seguros. Una docena de ellas murió en el camino, entre ellas Alan, de tres años, el niño sirio de la foto de septiembre de 2015 que recorrió el mundo.
Muchos conocieron entonces la magnitud de una tragedia que mataba y mata a miles de sirios, libios, iraquíes, pakistaníes, afganos, yemeníes y de tantos otros lugares del planeta. La conmoción mundial duró menos de lo que tarda en caer una bomba de las que a diario siguen devastando al planeta.
Hambre, violencia, niñez y desolación son comunes. La niña guatemalteca tenía 7 años, murió por no ingerir líquidos y por agotamiento, después de haber sido detenida por la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos. No está la foto pero sí la crónica.
Según varios medios de prensa, ella, sus familiares y otros 160 migrantes habían sido detenidos el 6 de diciembre en Nuevo México cuando se acercaron voluntariamente a la guardia estadounidense para entregarse, después de cruzar la frontera.
Al día siguiente la pequeña padeció convulsiones, levantó fiebre y cuando fue llevada a un centro hospitalario no pudo recuperarse y murió en menos de 24 horas. Como sucedió con Alan, atrás quedaron varios miles de kilómetros que terminaron con sus vidas.
En el mismo momento en que la niña guatemalteca moría deshidratada se conocía un informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) y la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y Agricultura (FAO) según el cual pobreza, violencia y calentamiento climático son los factores más importantes que impulsan a las personas a migrar. Capitalismo e imperialismo en su máxima expresión.
El 77% de quienes viven en áreas rurales en Guatemala son pobres y la pobreza en Honduras afecta al 82% de los habitantes rurales. La gran mayoría de los migrantes de los países del Triángulo del Norte (Guatemala, Honduras y El Salvador) provienen de áreas rurales.
Los focos de la prensa apuntan a la Caravana Migrante que tras varios meses y miles de kilómetros finalizó su recorrido en la zona fronteriza de Tijuana (México) y San Diego (Estados Unidos), pero grandes grupos cruzan cada día por Texas, Arizona y Nuevo México; atraviesan ríos, viajan colgados de trenes y cruza desiertos.
Como Alan y su familia, escapan de la violencia en todas sus formas y del hambre que provocan las guerras colonialistas y las políticas de la truculenta alianza entre el imperio y las élites.
Los presidentes de Guatemala y Honduras –denunciados por corruptos y sólo salvados por legisladores y jueces cómplices- pidieron públicamente que se investigue a quienes organizan las caravanas. Ellos no resistirían una investigación seria de sus enormes fortunas ni de sus responsabilidades políticas por los muertos en ataques rurales, represiones a protestas o trabajos insalubres.
Pocos se atreven a levantar la vista para ver la magnitud de la tragedia. El problema no es Trump aunque le cabe, entre otras cosas, el agravamiento de la situación; otros muchos presidentes que lo antecedieron aplicaron políticas similares.
Hacer el muro, desplegar ejércitos, darles comida y bebida y que regresen a sus pueblos, recibirlos con balas, separar a hombres de mujeres y a mujeres de niños, etc, son parte del menú capitalista de afrontar «la crisis». Ninguna discusión profunda.
Hacia el sur la matriz se repite, con más o menos precisión: alta concentración de la riqueza; poder financiero impune; alimentos a precios de oro; zonas rurales empobrecidas; comunidades abandonadas y masacradas ; explotación de recursos naturales; zonas urbanas hacinadas; empleos informales sin acceso a educación ni a salud; jóvenes rehenes del tráfico de sustancias, armas y personas. Y cuando algo o todo este putrefacto pero aceitado engranaje deja de funcionar, lanzan represión y guerra.
Puede que resulte banal contextualizar en pocas palabras las tragedias de estos tiempos. Pero las palabras fluyen en momentos en que las redes sociales arden despiadadas y acusan a los padres por lanzarse al desierto con sus niños a cuestas, como si fuera insuficiente el dolor de llevar en sus brazos a sus hijos muertos.