05 diciembre, 2016
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Trump asume la presidencia de un país fragmentado
Grandes capitales estadounidenses intentan contener al protofascista que hizo campaña contra el libre mercado y ganó la elección. Partidos en crisis, economía estancada y descontento social.
Corre el año 2004. En la televisión un hombre muestra su departamento ridículamente lujoso y ostentoso a los participantes del nuevo reality show de la cadena NBC. Los 16 jóvenes que acaban de llegar a la gran ciudad viven distintas realidades sociales y vienen de diferentes puntos del país para alcanzar “el sueño americano”. Al concluir el ciclo, uno sólo cobrará el premio y conseguirá el puesto de trabajo que ofrece el presentador del show, el multimillonario Donald Trump. El principal constructor inmobiliario de la ciudad, propietario de grandes edificios, casinos, complejos turísticos, aviones comerciales, agencias de modelos y muchas otras empresas irá expulsando a cada uno de los postulantes según su propio criterio hasta proclamar al ganador. Así lo hará una docena de temporadas.
Siete años después, en la tradicional cena anual de la Asociación de Corresponsales de la Casa Blanca, el presidente Barack Obama se toma unos minutos para hacer algunas bromas y divertir a la audiencia. El apuntado está entre los comensales. “Seguramente traerías algunos cambios a la Casa Blanca”, le dice el Presidente con una gran sonrisa y muestra la imagen de la sede presidencial convertida en un hotel-casino, con columnas doradas y mujeres en bikini en la entrada. La ocurrencia provoca un gran jolgorio en la audiencia y se oye un estallido de risas. Es lógico: hasta entonces Trump no había declarado intenciones de ser candidato presidencial –no lo sería en 2012– ni había ocupado jamás un cargo público. Lo hará por primera vez el 20 de enero, cuando asuma la Presidencia de Estados Unidos.
Desconcierto nacional y mundial
La comedia terminó en tragedia. Así lo viven millones de estadounidenses y habitantes de otros países, desde presidentes hasta ciudadanos comunes. La proliferación de manifestaciones en rechazo al resultado de la votación presidencial no tiene antecedentes en el país.
Los jóvenes universitarios encabezan las protestas en una gran cantidad de ciudades. En todas las que superan el millón de habitantes Trump fue derrotado. Allí viven la gran mayoría de las comunidades de inmigrantes, de origen latino o asiático, y la diversidad cultural está muy arraigada. Desde esos lugares no comprenden cómo el resto del país le dio la presidencia a un personaje xenófobo, maleducado, agresivo, vulgar y tan lejano a los valores liberales que suponen representa el país.
Repudiado por la amplia mayoría de los medios de comunicación norteamericanos, con los grandes financistas de las campañas políticas impulsando a Hillary Clinton y sin el apoyo de su propio partido, Trump ganó igual las elecciones del 8 de noviembre. Sólo tuvo a su favor el arcaico sistema de votación indirecta, ya que recibió 1,4 millones de votos menos que la candidata del Partido Demócrata pero consiguió más electores al ganar estados claves.
La prensa liberal estadounidense amaneció horrorizada. El sentimiento de desolación invadía a un porcentaje altísimo de la población, que hizo colapsar el sitio web de migraciones de Canadá. “Una tragedia americana”, tituló un artículo central del sitio de la revista The New Yorker al día siguiente de la elección. “Es una tragedia para la república, la Constitución, y un triunfo de las fuerzas, dentro y fuera del país, del nativismo, el autoritarismo, la misoginia y el racismo”, se lee en la primera línea de ese artículo. Trump “hizo poco para rechazar el apoyo de las fuerzas de la xenofobia y la supremacía blanca” y es alguien que “desprecia a las mujeres y las minorías, las libertades civiles y las verdades científicas, y carece de la simple decencia (…) Trump es la vulgaridad sin límite”, se despachó el autor, anonadado por la imagen que la potencia mundial en declive proyecta ahora al mundo.
Una revista otrora influyente, Newsweek, tuvo que retirar unos 125 mil ejemplares impresos de la edición especial preparada para analizar la esperada victoria de Clinton. El economista Paul Krugman preguntó desde el New York Times si Estados Unidos es “un Estado y una sociedad fallida”. “Parece verdaderamente posible”, se respondió.
Fuera del país los nuevos mandatarios que pretenden apoyarse en Washington y un supuesto nuevo auge de los tratados de libre comercio se dieron de frente contra la pared al ver triunfar al candidato que prometió poner aranceles a las importaciones y denunció el impacto de esas políticas al interior de su propio país. Peor aún, ahora tendrán que tejer alianzas con una persona imprevisible, de retórica nacionalista con tintes fascistas (ver pág. 8).
Es la economía…
No cabe centrar las causas de la victoria de Trump en su verborragia, en las amenazas demagógicas contra los inmigrantes, los musulmanes, el desprecio a las mujeres o su estilo chocante. Tampoco fueron el centro de su campaña, aunque en eso machacó la prensa nacional e internacional durante los últimos meses. La posibilidad de efectuar deportaciones masivas e inmediatas, construir un muro en la frontera con México que pagaría el gobierno de ese país (ver “La vieja historia…”) o prohibir el ingreso de inmigrantes musulmanes no son consignas nuevas dentro del Partido Republicano y muy difícilmente el presidente electo pueda llevarlas plenamente a la práctica. En los días posteriores a la elección, tales propuestas fueron parcialmente relativizadas por el propio Trump.
Es cierto que su forma de expresarse directa y demagógica, su discurso nacionalista y su informalidad exagerada para remarcar su condición de outsider del sistema político le permitieron ganar apoyos importantes en las bases de un Partido Republicano que abraza cada vez más postulados reaccionarios, conservadores y xenófobos, y generar empatía entre muchos descontentos con los políticos tradicionales. Sin embargo, ese no fue su eje de campaña. Como Bill Clinton en 1992, el presidente electo centró su discurso y su campaña en la economía y especialmente en los puestos de trabajo.
Trump apuntó tácticamente a las poblaciones de los Estados industriales del noreste que desde el último cuarto del siglo XX sufren la pérdida de empleos por los avances tecnológicos y la radicación de empresas en países con salarios más bajos, especialmente de Asia o incluso en México. Sus habitantes padecieron con fuerza el estallido de la crisis económica en 2008. Son trabajadores de medio y bajo nivel educativo, mayoritariamente blancos, que han tenido empleos bien pagos en industrias y hoy sufren precarización laboral, caída de poder adquisitivo o directamente el desempleo. Desde 2000 el cierre de fábricas en el país se estima en 60 mil y la pérdida de empleos industriales en cinco millones.
Hillary Clinton y Obama en cambio hicieron hincapié en la reactivación de la actividad económica y el aumento de la ocupación. Los datos del tercer trimestre del año informaron un crecimiento del 2,9% interanual y una disminución del desempleo a 4,9%. Trump aseguró lo contrario. Criticó una economía que no pasa la barrera del 3% de crecimiento anual desde 2005 y denunció que las cifras de desocupados son falsas. Y ganó, porque Estados Unidos no salió de la crisis que estalló en 2008 ni resolvió la crítica situación de millones de personas desempleadas y empobrecidas. Según las cifras oficiales hay más pobres ahora que antes de 2008: más de 43 millones, el 13,5% de la población. La pobreza infantil ronda el 20%.
¿Qué esperar?
Desde su visión del país, interpretando la verdadera realidad social de millones de habitantes, Trump ofreció algunas propuestas económicas concretas. Rechazó los acuerdos de libre comercio, especialmente el Acuerdo Transpacífico (TPP) que impulsó Obama durante su mandato y el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta) firmado en 1992 con Canadá y México. Además prometió imponer aranceles a las importaciones y eliminar restricciones ambientalistas para reconstruir industrias nacionales. Si cumple con su palabra, abandonará las metas de reducción de emisiones de gases contaminantes acordadas internacionalmente para combatir el calentamiento global del planeta y sus catastróficas consecuencias.
Otro punto fuerte de su campaña fue la promesa de desarrollar un gran programa de infraestructura con asociaciones público-privadas, con una impronta netamente keynesiana que está en las antípodas del Partido Republicano.
Gracias a esta retórica Trump ganó los Estados industriales tradicionalmente demócratas de Ohio, Pensilvania, Wisconsin y Michigan. En este último, durante las primarias republicanas amenazó a la empresa Ford con poner impuestos de 35% a todos los automóviles que fabricaran en México y quisieran vender en Estados Unidos, luego que la compañía anunciara su relocalización en ese país. Algo similar dijo de Apple, que produce sus populares teléfonos celulares iPhone en China.
De llevarse a cabo, una agenda económica de este tipo implicaría un fuerte viraje. La política de Washington favorece el desarrollo de una economía de servicios, el sector financiero y la expansión del gran capital en el resto del mundo mediante acuerdos de libre comercio. El complemento de esa política internacional es la expansión militar en todo el planeta, el fortalecimiento de la Otan, las intervenciones directas en los países árabes, los intentos por contener la influencia de Rusia y China (ver “Rusia en el…”). Trump condenó esa hoja de ruta.
Para imprimirle cambios al rumbo que republicanos y demócratas sostienen hace décadas, el presidente electo necesitará en muchos casos el apoyo del Congreso, que ahora controlan los primeros. En materia económica las diferencias son evidentes, pero el fortalecimiento de políticas sociales conservadoras y contra la inmigración es altamente probable.
El primer nombramiento de Trump fue el del jefe de gabinete, Reince Priebus, el presidente del comité nacional del Partido Republicano. Es un aliado del presidente de la Cámara de Diputados, Paul Ryan, del riñón del establishment político. “No bien quedó claro que sería el ganador, empezó a repensar su discurso”, declaró Priebus luego de la victoria electoral. Pero al mismo tiempo Trump nombró como jefe de asesores al ultraderechista Steve Bannon, su jefe de campaña, acusado de ser el líder de un movimiento alternativo de nacionalistas blancos, y provocó otra ola de indignación en un país ya profundamente dividido.
El mayor temor es que si Trump no logra encauzar la economía estadounidense, dar respuestas a los votantes que les prometió crear empleos, frenar el éxodo de industrias y recuperar un pasado añorado, radicalice las políticas conservadoras y fascistas que enarboló durante la campaña. El FBI ya alertó que hubo un aumento de los crímenes de odio (7%) el último año por el crecimiento de ataques contra musulmanes.
Otro punto clave será la relación de Trump –y sus laderos– con un Partido Republicano que le quitó el apoyo durante la campaña. Si no hay acuerdos sólidos y concesiones entre ambos no puede descartarse que entre en riesgo la gobernabilidad, haya una radicalización presidencial o incluso un juicio político del Congreso. Pero los primeros pasos parecen haber encaminado la alianza entre ambos.
Población fracturada
Obama está pronto a terminar un mandato de cuatro años durante los cuales se multiplicaron los casos de asesinatos raciales –con la novedad de los casos de venganza contra policías blancos– y las agresiones contra inmigrantes. También continuaron los casos de ataques masivos e indiscriminados por parte de ciudadanos que prácticamente no tienen ningún impedimento para conseguir armas.
A ese cuadro se suma ahora el triunfo electoral de un candidato que fue masivamente votado por trabajadores blancos del interior del país, arrasó en los pueblos rurales y pequeñas ciudades de mayoría blanca, envalentonó a los habitantes más reaccionarios, xenófobos y racistas y partió al país en dos mitades. Mientras en las grandes ciudades crecen diversos movimientos progresistas que critican el sistema financiero, apuntan contra Wall Street, denuncian la desigualdad social y resurgen movimientos sociales fuertes contra el racismo (como Black Lives Matter), feministas, a favor del matrimonio gay, en defensa de los derechos Lgtb, en reclamo de la legalización del aborto, y otros, el resto del país responde con una agenda más conservadora, reaccionaria y apoyada en las distintas iglesias cristianas.
Las nuevas generaciones descreen cada vez más del bipartidismo y presionan por izquierda dentro y fuera del Partido Demócrata. Las bases republicanas se refugian en sus comunidades y valores tradicionales, alimentando el odio contra los inmigrantes. Ambos comparten el rechazo a los políticos tradicionales.
Los dos movimientos son consecuencia de la crisis que estalló en 2008. Sus secuelas llegaron a la política y a la sociedad. La virulenta campaña electoral y el resultado inesperado no hacen más que profundizar esta división social.
Ahora se abre una etapa en gran medida imprevisible. La estabilidad parece haber quedado en una añoranza del pasado, como aquel sueño americano.