Rusia gana una batalla estratégica
02 febrero, 2017
category: EDICIONES IMPRESAS
Adverso escenario internacional para el nuevo presidente de Estados Unidos
Con el triunfo en Siria Putin condiciona a Trump con fuerza militar, estrategia política, alianzas y acuerdos comerciales. Obama le dejó un cuadro externo agravado y el país sufre una convulsión interna.
Estados Unidos anotó otro duro golpe a su visión de un mundo que ya no le es afín. Washington perdió la batalla que promovió en Siria, alentado por éxitos previos en Libia y en Irak. A diferencia de estos últimos dos casos donde los norteamericanos descabezaron gobiernos y dejaron naciones desarticuladas e ingobernables, ahora y por primera vez en la era de las guerras colonialistas post soviéticas hay una potencia que gana y otra derrotada. Esto se da en un escenario de Tercera Guerra Mundial no declarada y, como síntoma del mismo mal, acaba de asumir un presidente de Estados Unidos con dos derrotas sobre las espaldas del imperio: a manos de Rusia en el frente externo y una descomposición política inédita en el frente interno (ver Síntoma…).
La estrategia para Medio Oriente de Barack Obama y sus cancilleres Hillary Clinton y luego John Kerry se despedazaba desde cuatro años atrás pero terminó de derrumbarse con el mazazo electoral republicano del 8 de noviembre. En su retirada los demócratas abandonaron sus alianzas en Medio Oriente (Israel, Turquía, milicias en Siria y Libia y los kurdos sirios); intentaron endurecer las sanciones a Moscú; expulsaron diplomáticos rusos; dejaron minado el terreno de las relaciones internacionales y activaron una bomba de tiempo en la frontera entre la Otan y Rusia.
Del lado republicano la asunción de Donald Trump estuvo precedida por la falta de sintonía entre los principales secretarios de su gobierno sobre temas internacionales y de defensa que tensó relaciones con Rusia, China, Irán e Israel. Preocupados ante este escenario los aliados de Washington en América Latina enmudecieron (ver pág. 50).
Invasión perdida
En los últimos años el presidente ruso, Vladimir Putin, no escondió su estrategia global pero ocultó celosamente sus formas. El calendario de sus acciones se fue definiendo con los acontecimientos sobre el terreno: levantó la bandera del multilateralismo; leyó las consecuencias de la crisis del capitalismo global que estalló en 2008; estableció alianzas políticas, militares y económicas en regiones disputadas por Washington y se mostró en sintonía con los gobiernos de izquierda y con los llamados progresistas emergentes de los últimos 15 años.
Putin no generó las guerras de Ucrania ni de Siria pero no dudó en intervenir militarmente en ellas cuando los acontecimientos se precipitaban. Tras el golpe en Ucrania fomentado por Estados Unidos y la Unión Europea, tomó partido por los separatistas del Este, fomentó la anexión de Crimea a Rusia y movilizó tropas. Ucrania y Siria fueron los capítulos militares más osados de Moscú en las últimas décadas: desafió a Washington y salió airoso.
El primer capítulo de la historia reciente fue hace cinco años, cuando Putin dijo que, a diferencia de lo que sucedió en Libia en 2011, no dejaría pasar ninguna resolución en el Consejo de Seguridad de la ONU contra el presidente sirio, Bashar al Assad. Y así lo hizo. La segunda batalla política ganada a Estados Unidos sobre Siria (y la más determinante) ocurrió en septiembre de 2013, cuando el presidente ruso frenó una invasión de Obama a la república árabe. Obama había prometido “un ataque limitado” para cortar “el uso de armas químicas” por parte de al Assad contra la población civil en medio de los intentos desestabilizadores promovidos por países miembros de la Otan.
Putin aprovechó la cumbre del G20 en San Petesburgo, a comienzos de aquel septiembre, para evidenciar la desolación de Obama. Francia fue el país más predispuesto a la invasión militar “limitada”, en contraste con Alemania, Italia y Japón que se mostraron cautelosos con la propuesta. En esos días el parlamento británico prohibió al Gobierno participar de la guerra. Moscú logró apoyo en los Brics (Brasil, Rusia, India, China y Suráfrica) y en otros bloques, encerró a Estados Unidos y obligó a Obama a firmar con Damasco el acuerdo de desarme químico y enterrar sus planes bélicos. Para convencer a al Assad de deshacerse de las armas químicas, el presidente ruso ofreció apoyo militar en caso de agresión israelí o de cualquier país que pretendiera ocupar su territorio. Con este acuerdo la presencia militar rusa en Siria ya estaba definida, sólo había que esperar que los hechos la desencadenaran.
Los unos y los otros
Se evidenció luego la fase siguiente de Moscú: para destruir los planes de Obama debía obligar a la “comunidad internacional” a pasar el tamiz y separar a los grupos “terroristas” de aquellos grupos a los que Occidente llamaba “moderados”, alimentados, armados y financiados por países europeos, árabes y por Estados Unidos. Los moderados, que nunca reconocieron una comandancia única norteamericana, irían a la mesa de negociaciones y los extremistas serían exterminados.
Obama y la CIA aplicaron la más intensa maquinaria de propaganda contra Rusia de las últimas décadas: acusaban a Moscú y a Damasco de asesinatos de civiles, bombardeos de hospitales y pueblos agonizantes de hambre. No es que este desgarrador escenario no existiera, sino que la tragedia humanitaria fue previa a la llegada de los militares rusos, se inició cuando las poblaciones fueron ocupadas por extremistas y “moderados”.
La aparición de células terroristas fuera de las fronteras sirias (con atentados en Europa y en Asia) aceleró los tiempos y los reposicionamientos hacia Siria. Estados Unidos, Francia y otras potencias descargaron toneladas de bombas sobre la nación árabe mientras Turquía, aliada de Washington hasta el desenlace de la guerra, suministraba armas y dinero a las células terroristas, avanzaba sobre al Assad y sobre los kurdos sirios, pasaba armas también a los rebeldes y compraba petróleo a los islamistas de Daesh (Estado Islámico) y otras fracciones terroristas.
Putin anunció entonces que entraba en la guerra y esperó el momento para cumplir. Por esos días reafirmó que el terrorismo era más importante que la caída de al Assad, que lo primero era un problema internacional y lo segundo un asunto de los sirios. Para Washington, el desplazamiento del gobierno de Damasco seguía siendo condición para firmar “la paz”: un gobierno “de unidad sin al Assad” era la consigna. Obama intentó una y otra vez reagrupar las milicias para hacerse fuerte en el terreno e incluso dejó crecer a Daesh para alcanzar su objetivo. Pero subestimó a Putin, como lo reconocería más tarde John Kerry. A mediados de 2015 Rusia anunció públicamente que desplegaría su potencial de control aéreo en Siria. Luego esperó hasta septiembre de ese año para aplicar la fase final del plan.
Acta de derrota
Con los últimos días de 2016 llegó la recuperación de Alepo a manos del ejército sirio, apoyado por Rusia. Bajo la acción militar sucumbieron grupos extremistas como Daesh, el Frente al Nusra (Al Qaeda) y otros ejércitos mercenarios que Washington armó y financió pero que no aceptaron las negociaciones con Damasco para abandonar la zona.
Los países occidentales denunciaron que las bombas rusas y sirias convirtieron a Alepo en un “infierno”. La preocupación no se observó en otros focos de sangrientos combates como Mosul (Irak) o cualquiera de las ciudades del norte de Siria devastadas por dos o tres años de luchas. Alepo fue centro de constantes ataques de grupos mercenarios llamados “rebeldes” por Washington; de terroristas y de las fuerzas gubernamentales durante los últimos tres años. Muchos de los millones de desplazados o refugiados del norte sirio que intentaron llegar a Europa provienen de la provincia de Alepo, que era la capital económica de Siria.
Cuando el cambio de sentido de la guerra era irreversible Rusia dio otro paso, pero esta vez político y diplomático: convocó en Moscú a los ministros de Exteriores y de Defensa de Turquía e Irán para relanzar un proceso de paz que dejaría fuera a Estados Unidos. La declaración conjunta muestra a los tres países “convencidos de que no existe solución militar al conflicto sirio”. También “reiteran su pleno respeto a la soberanía, la independencia, la unidad y la integridad territorial de la República Árabe Siria”. El ministro de Defensa ruso, Serguéi Shoigu, afirmó que “todos los anteriores intentos emprendidos por Estados Unidos y sus socios estaban condenados al fracaso (porque) ninguno de ellos tenía influencia real sobre la situación en el terreno”. En un solo acto Putin se alzó con un triple triunfo: desplazó definitivamente a Washington de la iniciativa por la paz; logró el compromiso de Turquía de no avanzar sobre Bashar al Assad y rompió la alianza entre Ankara y Washington.
Como gesto, el presidente sirio prometió sentarse a negociar “todo” en la mesa de diálogo de Kazajistán, aunque aclaró que eso dependerá de que quienes se sienten del otro lado sean representantes de la “verdadera oposición”. “Cuando digo la verdadera oposición quiero decir la oposición local, no la oposición saudí, no la francesa o la británica”, aclaró en alusión a los grupos apoyados por gobiernos extranjeros (ver pág. 36).
Con la suerte ya echada, el 7 de enero pasado el diario estadounidense The New York Times informó que el secretario de Estado de Estados Unidos, John Kerry, admitió que su país apostaba a la caída de al Assad a través del crecimiento del terrorismo. Según el diario, las palabras de Kerry fueron expresadas durante una reunión con opositores sirios durante la Asamblea General de la Naciones Unidas, en septiembre de 2016. “Sabíamos que Daesh estaba creciendo y pensábamos que eso amenazaba a al Assad (y que) probablemente podríamos conseguir que al Assad acudiese a negociar, pero en lugar de negociaciones nos encontramos con que al Assad consiguió que lo apoyara el presidente ruso, Vladimir Putin”, se le escucha decir al secretario de Estado en un audio recopilado de aquella reunión.
Por esos días el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, dijo tener pruebas del apoyo de la coalición liderada por Estados Unidos a Daesh. “Tenemos pruebas confirmadas, con imágenes, fotos y videos”, dijo. “Nos acusaban de apoyar a los terroristas. Ahora ellos brindan apoyo a grupos terroristas, incluido Daesh. Está muy claro”, agregó. Lo uno no anula lo otro: hace apenas un año y medio Rusia mostró pruebas de que Erdogan fue determinante en la estrategia estadounidense de crear la guerra en Siria. Pero Putin hizo que Moscú y Ankara terminaran del mismo lado en esta derrota de Washington.
Bomba de tiempo
Unos días antes de dejar el cargo Obama aplicó sanciones con prohibición de visados y congelamiento de eventuales fondos a cinco funcionarios del gobierno ruso. Antes de eso había expulsado a 35 diplomáticos como parte de sanciones a empresas por supuestos ciberataques, presuntamente cometidos por Moscú durante las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Unos días antes de asumir, Trump mantuvo reuniones con los principales responsables de los servicios de inteligencia de Obama, tras las cuales reiteró que no hay evidencias de que los ciberataques hayan afectado al resultado de los comicios de noviembre.
Diez días antes de que asumiera Trump medios como CNN, The Washington Post y The New York Times señalaron que Rusia tiene datos comprometedores sobre el nuevo presidente y que iba a utilizarlos para chantajearlo. El 11 de enero el portavoz del Kremlin, Dmitri Peskov, dijo que se trataba de “una absoluta falsedad, fabricada para dañar las relaciones bilaterales”.
Trump también negó la información, la adjudicó a una “total caza de brujas política” y se quejó por la campaña de prensa. “Las agencias de inteligencia nunca deberían haber permitido que esta noticia se ‘filtrara’ al público. El último disparo ha sido contra mí”, denunció. Aclaró que “Rusia nunca ha tratado de utilizar su influencia sobre mí. ¡No tengo nada que ver con Rusia: ni negocios, ni préstamos, nada!”.
Mientras este asunto se dirimía en la prensa internacional, la bandera siria ondeaba en pueblos devastados por una guerra iniciada y luego perdida por Obama y la CIA. Y el presidente demócrata activaba una nueva bomba de tiempo antes de dejar el cargo: el despliegue de 4.500 soldados estadounidenses en Polonia cerca de la frontera con Rusia, en una zona donde ya había un millar de efectivos europeos junto con tanques y material pesado. Moscú advirtió que esta acción de la Otan es “una amenaza para los intereses y la seguridad de Rusia” (ver El futuro…).
Para colmo, en un intento por compensar su cercanía con Rusia, el nuevo canciller estadounidense, Rex Tillerson, arremetió contra China al afirmar que impedirá el acceso a las islas artificiales que Pekín viene construyendo en el mar del Sur y en el mar de la China Oriental para reclamar su soberanía sobre la mayor parte de estas aguas. Japón, Filipinas, Vietnam, Indonesia, Malasia y Brunei también disputan el control de parte de esos mares y evocan el derecho internacional. Para darle mayor énfasis a su postura Tillerson comparó a las islas con la anexión rusa de Crimea y denunció que el gobierno de Xi Jinping es socio de Corea del Norte.
La respuesta China llegó a través de la prensa oficial y sentó posición sin rodeos: la postura del nuevo gobierno “establece el rumbo para una confrontación devastadora entre China y Estados Unidos”, ya que si Washington intenta un bloqueo naval obligará a una “respuesta militar defensiva” que podría terminar “en desgracia”, planteó el China Daily. Otro periódico chino, Global Times, advirtió que las fuerzas estadounidenses tendrían que “librar una guerra a gran escala” para impedir el acceso a las islas en cuestión si pretenden que China –potencia nuclear– se retire de sus propios territorios.
Trump también lanzó otra provocación sobre Pekín al poner en duda que su país continúe respetando el principio de “una sola China” –que reconoce desde 1972– y afirmar que “todo está en negociación”, días después de hablar telefónicamente con la presidente de Taiwán, territorio cuya independencia ni Pekín ni la ONU reconocen.
Sin base sólida en su propio país, con marcadas contradicciones en su gabinete y en medio de una escalada de conflicto con las otras dos potencias militares del mundo, el nuevo presidente de Estados Unidos no tiene margen de error. Está latente nada menos que una crisis interna de grandes proporciones y la amenaza de una guerra a gran escala.
Síntoma de descomposición
Cientos de manifestaciones encabezadas por mujeres en distintas ciudades estadounidenses y replicadas en otros países el 21 de enero fueron el dato sobresaliente del inicio del período de gobierno de Donald Trump. Según las organizadoras hubo 645 movilizaciones que concentraron a 2,5 millones de personas en todo el mundo contra el nuevo presidente, impulsadas por la Marcha de las Mujeres que tuvo centro en Washington. También dieron impulso a las convocatorias los estudiantes, varios sindicatos y agrupaciones socialistas minoritarias.
El día anterior, Trump despotricó contra la dirigencia política estadounidense, se dirigió a “los olvidados” y aseguró: “Ustedes, el pueblo estadounidense, toman el poder hoy”, pese a que el gabinete ministerial lo componen funcionarios que suman más de 9 mil millones de dólares de fortuna y vienen de grandes bancos, compañías petroleras y otras empresas. En su primer mensaje como presidente demostró que pretende ser un líder nacionalista, populista y ultraconservador, apoyado en los trabajadores blancos empobrecidos, especialmente del interior del país.
Un sector de la prensa liberal, al que Trump le declaró la guerra, asegura que es el presidente de la era moderna que asume con el menor apoyo histórico en las encuestas. Cabe recordar que ganó las elecciones con el 46% de los votos, gracias a un anacrónico sistema electoral que le permitió asumir pese a obtener dos millones 850 mil votos menos que Hillary Clinton.
Personaje siniestro
Trump es un multimillonario, dueño de casinos, cadenas hoteleras, concursos de belleza –entre otras muchas empresas– que hizo su fortuna en el sector inmobiliario de Nueva York y saltó a la fama gracias a un reality show que lo mostraba como una persona extravagante, autoritaria, maltratadora y en gran medida grotesca. También protagonizó escándalos públicos con mujeres y pesan sobre él denuncias de abuso sexual, que se suman a sus declaraciones misóginas, entre tantas otras discriminatorias.
Sin haber ocupado alguna vez un cargo público, asumió a los 70 años la Presidencia luego de despotricar vulgarmente contra sus adversarios republicanos en las primarias y contra la candidata demócrata en la elección general. Su llegada a la Casa Blanca envalentonó a grupos racistas de extrema derecha y encendió el rechazo –en muchos casos el espanto– escandalizado de comunidades latinas, otros grupos inmigrantes, mujeres, afroamericanos, artistas e intelectuales y ciudadanos liberales en general, que buscan nuevas formas de organización política y social. El resultado es una profunda división del país, que preocupa a una buena porción de la clase dominante.
Casi 10 años después del estallido de la crisis económica, el sistema político estadounidense mostró su descomposición y engendró un personaje impensado, que en América Latina recuerda al ex presidente argentino Carlos Menem y en Europa al italiano Silvio Berlusconi. Esta vez fue en Washington. Allí Trump personifica la inauguración de una nueva etapa que tendrá previsible impacto mundial.
El futuro de las relaciones ruso-estadounidenses
Por decisión de Obama, alrededor de cuatro mil soldados de una brigada de combate del ejército estadounidense entraron en territorio polaco en enero, donde fueron recibidas por la primer ministro Beata Szydlo. Se instalarán en cuatro bases militares distintas y desarrollarán ejercicios de entrenamiento en siete países. El ministro de Defensa polaco aseguró que su país espera albergar a unos 70 mil militares norteamericanos.
Desde principios de mes, tropas, camiones y tanques de guerra comenzaron a llegar al puerto alemán de Bremerhaven para dirigirse al este de Europa. “Esta es una parte de nuestros esfuerzos para disuadir la agresión rusa, garantizar la integridad territorial de nuestros aliados y mantener una Europa entera, libre, próspera y en paz”, declaró sin rodeos el teniente general de la Fuerza Aérea de Estados Unidos. Si bien su destino principal es Polonia, también se desplegarán por Lituania, Letonia y Estonia. Estos últimos dos países tienen frontera con Rusia y los dos primeros rodean Kaliningrado, territorio ruso separado del resto del país. Los cuatro albergarán más militares estadounidenses este año, como ocurre desde 2014, cuando estalló el conflicto interno en Ucrania. También a Rumania, Bulgaria y Hungría llegarán los miembros de esta brigada de élite.
Rusia calificó a estas movilizaciones de tropas como “planes de despliegue (militar) a gran escala” que “crean una nueva realidad político-militar” y pueden traer “consecuencias destructivas en el espacio euroatlántico”. “Este emplazamiento a largo plazo de fuerzas y equipos difícilmente pueden ser considerados defensivos”, advirtió la cancillería mediante un comunicado tras alertar también sobre la futura llegada de armamento pesado a Holanda, Bélgica y Alemania, además de Polonia.
Casi al mismo momento, antes de asumir como ministro de Defensa de Estados Unidos, el general retirado James Mattis se presentaba ante el Senado con un libreto distinto al de Donald Trump. Apodado “perro rabioso” en el ámbito militar, Mattis mantuvo un tono duro contra Moscú, denunció que Putin pretendía “romper la Otan” y afirmó que “hay un número decreciente de áreas en las que podemos cooperar y un creciente número de áreas en las que tendremos que confrontar con Rusia”. Sobre la Otan, a la que el nuevo presidente calificó de “obsoleta”, el ex general defendió la necesidad de revitalizarla, manteniendo una presencia permanente de fuerzas estadounidenses en los países bálticos para disuadir a Rusia. Más aún: Mattis opinó que las fuerzas armadas deberían permanecer “un buen tiempo” en Irak para asegurarse que el país “no se convierta en un Estado subordinado al régimen iraní” y que la coalición que lidera Washington debería entrar por tierra a Siria para atacar Raqa, ciudad central de Daesh en ese país.
Este conjunto de definiciones le valió a Mattis el apoyo del principal diario opositor a Trump en Estados Unidos, The New York Times. En un editorial el periódico consideró que el general retirado “tiene el potencial de actuar como un freno para una administración dirigida por un impulsivo y desinformado líder”, tras destacar que “no tuvo escrúpulo” en mostrarse “en desacuerdo con posiciones de campaña de Trump, incluyendo las relaciones con Rusia”. Tampoco pasó desapercibido que Mattis calificara a la Otan como “probablemente la más exitosa alianza militar de la historia del mundo moderno, o quizás de todos los tiempos”. Música de guerra en la prensa liberal.
Contradicciones
Los hechos concretos, la voz oficial del Pentágono y la posición anti rusa del Congreso derriban la idea de una posible alianza entre Rusia y Estados Unidos en el plano estratégico militar, instalada en la prensa ante la llegada del nuevo Presidente a la Casa Blanca. En estas circunstancias es difícil imaginar que las fuerzas armadas de ambos países pudieran realizar operaciones conjuntas en Siria contra Daesh u otras organizaciones terroristas, como sugirió Trump en campaña.
Cuando los nominados al gabinete de ministros se presentaban ante el Senado los días previos a la asunción presidencial, el propio Trump sorprendió con una declaración por Twitter: “Todos mis nominados para el gabinete se ven bien y están haciendo un gran trabajo. Quiero que sean ellos mismos y expresen sus propios pensamientos, ¡no los míos!”.
Sin embargo, sí hay una figura central del gabinete que supone un acercamiento con Moscú, especialmente en el plano económico. Tras superar la barrera del Senado, Rex Tillerson, ex presidente de la mayor compañía petrolera del mundo, asumió nada menos que la Secretaría de Estado. Exxon Mobil lleva más de dos décadas en Rusia y en 2011 firmó un acuerdo de cooperación estratégica con la rusa Rofnet, con la que ahora comparte distintos proyectos de exploración y extracción de hidrocarburos en distintos países. Uno de ellos es Sakhalin, mediante el cual buscan extraer gas del Ártico.
A la petrolera estadounidense las sanciones contra Rusia le provocaron grandes pérdidas y es de esperar que Tillerson, que recibió la medalla de la Orden de la Amistad rusa, presione en nombre de Exxon Mobil y otras petroleras para levantar medidas económicas de este tipo, que obstaculizan jugosos negocios en tiempos de crisis capitalista.
El resultado de este choque de fuerzas interno definirá la hoja de ruta de la política exterior estadounidense los próximos años, que podría no estar exenta de contradicciones. Sobre ellas está montado el histriónico personaje que asumió la presidencia.
La Otan penetra por Colombia
Mientras por un lado avanza la aplicación de los acuerdos de paz con las Farc, el gobierno colombiano da un paso hacia otra guerra: anunció que ampliará la cooperación militar con la Otan, organización con la que suscribió en 2013 un acuerdo para intercambio de información y seguridad. Aunque en junio de 2015 la Corte Constitucional de Colombia anuló el convenio por no definir con precisión su finalidad, el presidente Juan Manuel Santos dobló la apuesta y puso en alerta a Venezuela y América Latina. La excusa fue la necesidad de “modernizar las Fuerzas Armadas”.
“Es altamente alarmante que se recurra a la Otan, a sus nefastas credenciales de graves y masivas violaciones a los derechos humanos, y que cuenta además con tecnología y capacidades nucleares, para ‘modernizar’ las fuerzas armadas colombianas y combatir el crimen organizado transnacional”, respondió la Cancillería venezolana. El país sufre constantes ataques desde la frontera colombo-venezolana por distintas vías, que incluyen la infiltración en el país de organizaciones paramilitares.
Pese a que el gobierno de Santos aseguró que no pretende ingresar a la Otan, sino sólo mejorar las capacidades operacionales de su ejército, el avance de esa organización en el país contradice la declaración de América Latina y el Caribe como “zona de paz” firmada por todas las naciones en la cumbre de Celac de La Habana (2014), al igual que hicieron los países suramericanos en Unasur.
“Este objetivo lo teníamos desde que yo era ministro de Defensa, radicamos la solicitud hace cerca de nueve años, para hacer un convenio de cooperación, que es la máxima instancia que tiene la Otan con países que no son miembros, para colaborar mutuamente”, explicó Santos en diciembre.
En 2009 Colombia autorizó a Estados Unidos a utilizar por 10 años siete bases militares en el país. A esas se suman las que Washington tiene en Aruba y Curazao, con las que intenta hacer un cerrojo sobre Venezuela. Al otro extremo, la Otan está afincada también en Malvinas: el cerco alcanza a toda América Latina. La cooperación de Colombia con la Otan da paso a tensiones militares en la región y confirma la subordinación de Bogotá a Washington.