30 mayo, 2017
category: EDICIONES IMPRESAS
Murió Abelardo Castillo, pilar de la literatura argentina
Todos los días se vacía un hombre/ se lo pierde de vista/ se lo planta como una semilla/ que brotará en el centro (Laura García del Castaño)
La muerte rara vez se desentiende de su tarea. El pasado 1 de mayo falleció el escritor argentino Abelardo Castillo (1935-1917). Dicen sus allegados que la muerte lo sorprendió de noche. Curiosamente era en “la maquinaria de la noche” donde articulaba el universo de la lectura y la escritura. Entraba en ella como quien ingresa a una casa, a un lugar en el espacio y se deja envolver.
Se fue un pilar de la literatura argentina. Y cuando esto sucede los lectores sienten una inmensa orfandad, un enorme vacío; se los quiere eternos, ahí ofreciendo historias que nos permitan conjurar la muerte. Uno escribe como puede, decía Abelardo Castillo y en su decir estaba la imposibilidad de la escritura, la incertidumbre pero a la vez la urgencia de ella. La necesidad del contrapunto con el lenguaje. Servirse de él, doblegarlo y hacer de la literatura su destino.
Abelardo Castillo deja una frondosa obra. Como buscador insistente incursionó en los diversos géneros literarios: poesía, teatro, novela y cuento. Fue en este último donde halló su mejor convicción: “un buen cuento es una historia contada de la única manera posible; es ahí donde padezco menos”. Y lo hizo. Sus lectores pueden ir a la gran biblioteca y hallar historias sacadas de lo cotidiano; historias que remiten a la tradición literaria pero desde un punto de vista revitalizador. Es ahí donde se siente que el escritor entra en diálogo no sólo con sus propias ideas o significaciones sino también con sus precursores. Es ahí donde se halla una filiación en Horacio Quiroga, Jorge Luis Borges, Roberto Arlt, Julio Cortázar y tantos más. La literatura está hecha de un montón de nombres –apuntaba– sin los cuales los otros no se sostienen. Y en ese sostenerse puede mencionarse también a Dostoievski, Kafka, Camus, Poe de quien supo decir: “un cuento fantástico de Poe de veinte páginas es más útil –más bello, más bueno en el sentido griego– que esos novelones optimistas de trescientas, del tipo que postulaba el realismo socialista de la época de Stalin.
¿Qué hay en esa escritura?
Sus libros de cuentos ocupan un sitio de privilegio en la literatura: Las otras puertas (1961), Cuentos crueles (1966), Las panteras y el templo (1976), Las maquinarias de la noche (1992), El espejo que tiembla (2005), entre otros, son imprescindibles. Al leerlos es imposible no preguntarse ¿qué hay en la escritura de Castillo que deja sed de relectura? ¿Cómo es que hace confluir un acontecimiento, en apariencia sencillo, en una pericia de relojería? ¿Dónde es que reside esa vocación existencial que lo lleva a la exactitud del artificio?
Es encontrarse frente a un mago de las palabras. Frente a un creador que con una destreza de ajedrecista (el ajedrez fue su otro gran escape además de la literatura) ubica en ese presente de ficción. Los lectores entran en sus relatos de cabeza. Son parte y testigos de esa atmósfera. Lo que sea que allí está pasando, está ocurriendo al lector. Atraviesa. Hay una suerte de predestinación que mantiene la atención hasta el final. Cuentos como Hernán, La madre de Ernesto, Crear una pequeña flor, Capítulo para Laucha, son emblemáticos. Se quedan para siempre en el lector, convertido en Hernán, el adolescente descarnado al que no le importa nada y acciona sin piedad en pos del trofeo que hace público. En esos jóvenes inquisidores que quieren debutar. Esos jueces y jurados de la madre de Ernesto a los que les basta una mirada de la mujer para comprender que ahí se termina todo.
La crueldad y la traición son tópicos recurrentes en los relatos de Castillo. Tal vez sean la clara evidencia de un mundo social donde éstas forman parte del corazón humano. Una crueldad que provoca perplejidad y en ocasiones se presenta de manera sutil, hasta con cierta ironía; mientras que en otras, arremete de manera descarnada y circula por sitios insospechados. En el prólogo a sus Cuentos completos (Alfaguara, 2008) Marta Morello Frosch expresa: “Podría derivarse que, en algunos cuentos, Castillo se presenta como un escritor maldito. Pero no es ése el caso. La crueldad no es gratuita ni fortuita, sino una moneda de variado intercambio social, pues tiene, como dijimos, una función específica en la reconstitución del individuo”.
También es necesario decir, que la ternura tiene un sitio preponderante en su escritura. Aún en los cuentos más intensos desliza un halo de esperanza en la humanidad. La ternura gana territorio y se refleja en pequeños gestos que tienden a redireccionar los destinos de algunos personajes.
Desconfiar en el escritor
En muchas entrevistas Castillo se reconoce no tanto como escritor sino como “un hombre que escribe”. Plantea desconfianza ante la idea del “escritor profesional”. Soy un escritor fracasado, así comienza su cuento Crear una pequeña flor y se trata de una interpelación a sí mismo. De su existir en la escritura. Un derrotero amoroso que por un lado tiene la intensidad de un tango y por otro es un viaje por la literatura misma. Es Laura pero también es la Julieta de Shakespeare y es el balcón el espacio que congrega a los amantes. Los lleva y los trae en el tiempo y en ese transcurrir, se deslizan la nostalgia y la ternura: “y era como seguirla en una ciudad de arena o de ceniza, cálida y móvil, entre vastos patios nocturnos que el viento inventaba o deshacía, desorientándome y llenándome de miedo: aunque yo sabía que al final de todos los dibujos estaba ella, dejándose encontrar.”
En apariencias es la búsqueda de Laura pero puede pensarse que es la insistencia en derribar el fracaso o la imposibilidad de la escritura. “Las palabras, estas rameritas –dice un pasaje del cuento– no sólo dan trabajo: son un trabajo, y bien: mi generación y yo hemos aprendido a explotar a las palabras.” Y tan así es que en el afán del cortejo cita de memoria poemas de William Blake, escribe odas, críticas de libros, hace traducciones y sueña con un paisaje lunar y una mujer vestida de verde. Todo ese cuento es un duelo del escritor con la literatura. Entra y sale de su propio relato tensionando al máximo el límite entre realidad y ficción. No hay sitio en donde no se refleje un diálogo, una relación cuerpo a cuerpo con la literatura.
Abelardo Castillo no murió. Dejó una obra maravillosa. Los lectores pueden recorrerla en todas sus manifestaciones, sea a través de sus cuentos o bien de sus novelas: El que tiene sed (1985), Crónica de un iniciado (1991) y El evangelio según Van Hutten (1999). Y si la sed de lectura persiste, están sus obras de teatro Israfel y El otro Judas. Está además un libro fundamental Ser escritor (1997). En él se hallan reflexiones, postulados, ensayos breves acerca de los escritores que ha leído; pero sobre todo, la posibilidad de encontrarse con un escritor que se revela en toda su intensidad: “la literatura está cargada de fatalidad y de tristeza. ¿Por qué? La vida no es siempre fea. Lo que pasa es que en el fondo, la literatura es un conjuro contra la infelicidad y la desdicha. La gente quiere ser feliz. Pero la felicidad no hay que escribirla: Hay que vivirla. O por lo menos intentar vivirla. En la literatura se pone el deseo, la nostalgia, la ausencia, lo que se ha perdido o no se quiere perder. Por eso es tan difícil escribir una buena historia feliz.”
Es preciso volver a decirlo: escritores de la talla de Abelardo Castillo no mueren. La mayor rebeldía contra la muerte es abrir sus páginas y hacer que la maquinaria que desplegaba durante la noche, obre su magia. Transforme. En ese gesto reside la inmortalidad.
Marisa Godoy
Poe, Castillo y Alcón, lo que la historia unió
En Israfel Abelardo Castillo transformó en personaje teatral a aquel escritor y poeta estadounidense que admiró desde siempre: Edgard Allan Poe. La obra recibió en 1963 en París el Primer Premio Internacional de Autores Dramáticos Latinoamericanos Contemporáneos del Institute International du Theatre, Unesco. El jurado internacional estaba integrado por genios de la literatura como Eugène Ionesco y Claude-André Puget (Francia) Christopher Fry (Inglaterra), Diego Fabbri (Italia), Marc Connelly y Rosamond Gilder (Estados Unidos) y Alfonso Sastre (España), entre otros. La obra se estrenó en Buenos Aires en 1966 con un único actor: Alfredo Alcón. La contemporaneidad unió entonces al mejor actor argentino de todos los tiempos y a uno de los escritores fundamentales.
Edmundo Guibourg, periodista, historiador, crítico teatral y director argentino, escribió en el prólogo de la primera edición de Israfel: “En el simbolismo de Castillo, el poeta maldito se yergue con la conciencia de su genio en ruptura con la incomprensión. Tal la lucha, a veces más allá de la muerte (…) Me acojo con placer a las bellas tradiciones olvidadas de nuestro teatro, al saludar, en Abelardo Castillo, el advenimiento de un dramaturgo; aparición siempre milagrosa. Palabras mayores”.