Del sueño americano a la pesadilla cotidiana
27 noviembre, 2017
category: EDICIONES IMPRESAS
Complejo cuadro social y político en Estados Unidos
Los partidos políticos atraviesan fuertes disputas internas y se alejan de la población, mientras los salarios siguen congelados y el costo de vida aumenta año a año. Crisis laboral y de vivienda.
Para alquilar un departamento de dos ambientes en Los Ángeles, California, técnicamente hay que ser rico: se necesita ganar más de 100 mil dólares al año. Eso estimando un gasto adecuado en vivienda, que el gobierno de Estados Unidos calcula que no debería superar el 30% de los ingresos. Sin embargo, al menos un tercio de los habitantes de esa ciudad gasta la mitad o más de sus salarios en sostener la renta. La situación se replica en otras 14 grandes ciudades del país, nueve de las cuales están en California.
Otro ejemplo: la renta media en el área metropolitana de San José (también en California) es de 3.500 dólares al mes, pero el salario promedio es de 12 dólares la hora en el rubro de servicios de comida y de 19 dólares en asistencia médica.
“Para la mayoría de la población no alcanzan las horas del día para ganar el dinero suficiente para pagar un departamento promedio aquí”, dice Larry Gross, director ejecutivo de la Coalition for Economic Survival (CES), una organización que pugna por los derechos de las clases medias y bajas vinculados al acceso a la vivienda en Los Ángeles.
La expulsiva situación habitacional en las grandes urbes, producto de un fenómeno conocido como “gentrificación”, ha llevado a trabajadores regulares a un punto límite: hay ciudades con nulo desempleo pero con una creciente población sin hogares que llega a vivir en sus autos. “Tengo en mi ciudad un desempleo de 0% y hay miles de personas sin hogar, que están trabajando y que simplemente no pueden pagar una vivienda. No hay ningún sitio para que esta gente se mude. Cada vez que abrimos un nuevo lugar, se llena”, asegura el concejal Mike O’Brien, de la ciudad de Seattle, al diario The Washington Post.
Los precios de la tierra urbana son cada vez más altos. Las inversiones privadas, cuyo único objetivo es el lucro, se destinan a la compra de propiedades baratas, realizan reformas para aumentar su precio y las ofrecen al mercado para los sectores de ingresos medios y altos, expulsando de sus propios barrios a los sectores populares. En muchos casos esto es fomentado por el Estado, que a través de los gobiernos locales está avanzando en una política de aplicación compulsiva del recurso del “eminent domain” (expropiaciones) de viviendas en varios puntos del país. Esto es legal cuando hay compensación económica para los propietarios y cuando los terrenos son adquiridos para construir parques, hospitales u otras instituciones de “bien público”. Sin embargo, terminan siendo escenario de grandes negociados inmobiliarios.
En el medio, el Partido Republicano intenta aprobar una nueva legislación que tendrá un duro impacto en la insuficiente –pero todavía existente– política habitacional. En el proyecto en discusión en el Senado, los conservadores proponen reducir el fomento –vía rebaja de incentivos fiscales– a la inversión privada en planes de vivienda que se ofrecen a la venta con créditos subsidiados. En la Cámara de Representantes, los mismos republicanos van más a fondo y plantean directamente eliminar esas exenciones. Las comunidades se encuentran en alerta ya que, en caso de aprobarse, prácticamente quedará anulada la posibilidad de acceso a una vivienda propia para la gente de bajos ingresos.
Desigualdad creciente
Además de la vivienda, los precios al consumidor de la mayoría de los productos y servicios son un 5% más elevados que hace cinco años atrás, mientras que los salarios promedio se mantienen estancados.
Desde 2009 el salario mínimo federal es de 7,25 dólares la hora. Pero ni siquiera en todo Estados Unidos se respeta esa referencia nacional. Más de dos millones de trabajadores cobran menos que eso, debido a que cada Estado cuenta con su propia capacidad regulatoria.
Por otro lado, un estudio reciente de los economistas Stefano DellaVigna (Universidad de Berkeley) y Matthew Gentzkow (Universidad de Stanford) reveló que los precios de productos de la canasta básica, como los alimentos, cuestan casi lo mismo, sin importar el nivel de ingresos de la zona donde se venden. El estudio concluyó que las empresas y los supermercados suben los precios en los barrios y zonas del país más humildes para sostener el nivel de ganancias.
La desigualdad socioeconómica se hace más grave al introducir factores como origen étnico, género y edad. Las personas que se retiran están peor generación tras generación, como informa la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (Ocde) en un reciente estudio, debido a un sistema previsional inequitativo. Entre otras cosas, esto se explica porque los aportes jubilatorios no son obligatorios y se descuentan automáticamente del salario bruto, como en Argentina y otros países, sino que los realizan los propios trabajadores voluntariamente. Con el paso del tiempo, cada vez menos trabajadores –sobre todo del sector privado– pagan mensualmente por el beneficio, por lo que cobran una menor jubilación a la hora del retiro.
Otra población específica que atraviesa una etapa difícil es la de los veteranos de guerra, grupo formado por aproximadamente 20 millones de personas en todo el país. Aunque en los últimos años lograron recuperar niveles de empleo y sólo el 2,7% se encuentra desocupado, todavía 1,4 millones están en emergencia habitacional y cerca de 39 mil viven en las calles. Cabe mencionar que el índice de desempleo no registra a personas subocupadas o desocupadas pero que no buscan empleo, con lo cual la cifra de quienes trabajan normalmente es mucho menor.
Sindicatos: confianza pero poca adhesión
Los sindicatos tienen la mayor imagen positiva desde 2003. El 61% de la población aprueba su desempeño y el 39% considera que deberían tener mayor influencia, aunque el 46% piensa que será lo contrario lo que ocurrirá en el corto y mediano plazo, de acuerdo a un estudio de la Oficina de Estadísticas Laborales. En 2009 las organizaciones sindicales habían tenido su peor percepción en la sociedad desde comienzos del siglo XX, siendo el único año en que la medición dio por debajo del 50% de aprobación.
Estos datos contrastan con la tasa de sindicalización en Estados Unidos: sólo el 10% de la clase trabajadora (14,6 millones de personas) se encuentra afiliada a organizaciones gremiales y la cifra desciende al 7% para el sector privado. En 1983, en términos porcentuales, la porción de sindicalizados era el doble.
Distintos estudios, tanto académicos como del Fondo Monetario Internacional (FMI), han demostrado una fuerte ligazón entre nivel de ingresos y tasas de sindicalización. En aquellos Estados donde hay mayores trabajadores sindicalizados el nivel de ingresos es mayor: se estima que los salarios anuales son 7 mil dólares superiores para quienes están afiliados.
Esto no significa que los sindicatos estadounidenses sean instituciones fuertes ni estén en condiciones de lograr cambios sociales importantes. Hoy el movimiento obrero organizado se encuentra dividido según su cercanía o distancia con el gobierno de Donald Trump.
En los últimos años, sin embargo, surgieron movimientos como “Fight for $15” que lucha por el aumento del salario mínimo legal, orientado principalmente al sector gastronómico y de locales de comida rápida como McDonald’s, donde grupos de trabajadores han salido a las calles para exigir la libre agremiación y aumentos salariales por fuera de las estructuras sindicales tradicionales. Además, proponen una pelea integral junto al movimiento de mujeres y el “Black Lives Matter”, por políticas de inclusión y movilidad social.
Crisis política
Al grave panorama social en la tierra del “sueño americano” se le suma la creciente crisis del sistema político. A casi un año de haber asumido Donald Trump como presidente, el partido que lo llevó a la Casa Blanca está sumido en fuertes batallas internas y no encuentra un proyecto que lo unifique. Un panorama parecido tiene el Partido Demócrata, pero al estar en la oposición, sus fisuras y disputas tienen menor impacto nacional, al menos por el momento.
La revista Politico resumió: “El Partido Republicano no puede derogar el Obamacare (la reforma de salud) pero está a punto de nombrar a Roy Moore como candidato al Senado”. Moore es un ex juez de la Corte de Alabama acusado en casos de agresión sexual a menores de edad.
Se enfrentan en el partido de gobierno “un ala del establishment que es ineficaz y poco creativa y un ala populista ineficaz y encendidísima”. Aunque tienen más poder formal que en los últimos 100 años, no sólo contando con la Presidencia, sino también con la mayoría de las gobernaciones y con conservadores al mando de la Corte Suprema, las internas que se venían cocinando terminaron de estallar con el triunfo de Trump. Y probablemente se verán aún con más crudeza en las elecciones de mitad de término de 2018: Steve Bannon, ex estratega de la Casa Blanca, ya se abocó a la tarea de llegar a las elecciones parlamentarias con una mejor correlación de fuerzas para el sector ultraconservador, más afín al Presidente.
Los índices de aprobación de la gestión de Trump continúan en una tendencia descendente desde febrero de 2017, último momento en que superaron a los de desaprobación, según un promedio de encuestas realizado por la consultora Five Thirty Eight. Pero el Presidente sigue siendo el dirigente político que mayores adhesiones acumula. Incluso muchos demócratas desencantados con lo que critican como “pretenciosos valores culturales” han sumado su apoyo a la gestión de Trump. Sobre todo varones anglosajones.
“La transición del partido de Lincoln, al partido de Reagan, al partido de Trump, no fue de la noche a la mañana”, indica un artículo de Vanity Fair que analiza el devenir histórico de los republicanos y cómo llegaron a tener a un personaje como Trump como principal referencia. “El Partido no se apoderó del Sur, el Sur se apoderó del Partido”, aporta allí Matt K. Lewis, un analista político conservador.
En síntesis, el Partido Republicano “es una amalgama de blancos de los exclusivos suburbios que son moderados en temas sociales pero conservadores en lo fiscal y en seguridad nacional; y blancos trabajadores populistas de áreas rurales y semirrurales, que son casi liberales en lo económico y en cuestiones de política exterior pero conservadores en los temas sociales álgidos”, asegura David Drucker, periodista y analista político.
Por su parte, el senador republicano Jeff Flake, define: “Está claro que la posibilidad de que los conservadores tradicionales, que creen en un gobierno limitado y el libre mercado, que son devotos del libre comercio y que están a favor de la inmigración, tienen posibilidades muy pero muy pequeñas de conseguir nominaciones en el Partido Republicano”.
Desde el lado demócrata, que aún está padeciendo la derrota inesperada de su candidata estrella, Hillary Clinton, y que en el fondo nunca creyó que la sucesión de Obama quedaría en manos de alguien como Trump, también enfrentan una crisis de identidad y proyecto. La migración de apoyos hacia los republicanos habla de una “profunda decepción” de las bases con el establishment partidario, como bien define un grupo de activistas de izquierda en un documento titulado “Autopsia, el partido demócrata en crisis”.
Los demócratas están fracturados: en un lado se concentran los “liberales de izquierda”, como se autodenomina el sector encabezado por Bernard Sanders y la juventud del partido; en el otro, todo el riñón del establishment dependiente de las grandes corporaciones, liderado por Hillary Clinton. También existen los centristas que llaman a la unidad, representados por el ex Secretario de Estado John Kerry. Los primeros quieren una oposición más rotunda al gobierno de Trump para consolidarse como alternativa, mientras que los segundos buscan consensuar algunas cosas para no “poner palos en la rueda” y abocarse a intentar volver al gobierno.
La actual crisis de los partidos es una expresión de los profundos problemas que atraviesa una sociedad estadounidense fragmentada social y culturalmente. La crisis de 2008, resuelta sólo en la superficie, caló hondo en las expectativas, deseos y confianzas de la población sobre sus líderes y el sistema político. Trump en la Casa Blanca actúa como síntoma y catalizador.