Del negacionismo, la crisis social y la paz – Por Maureén Maya, desde Bogotá
16 mayo, 2021
category: COLOMBIA, FORO DEBATE
El malestar social y político que hoy sacude a Colombia, se manifiesta tanto en las calles de las principales ciudades y municipios, como en las aulas virtuales, las asambleas populares, los cabildos abiertos y grupos de estudio que promueven ideas capaces de sacar al país de la ruina, la violencia y el autoritarismo, que se profundizó bajo un gobierno arrogante y sordo a las demandas ciudadanas.
Hoy no solo se habla de la derrota del uribismo como opción de poder, de juicios históricos y deudas por cobrar, ni siquiera se habla de socialismo Siglo XXI ni de comunismo, se habla de democracia, justicia social y económica, y equidad, y lo que se propone desde la ciudadanía deliberante es la construcción de un verdadero Estado democrático social de derecho, libre de violencia, corrupción y mafias políticas, pleno de garantías sociales y políticas, y donde la justicia social y los derechos constitucionales abracen, por fin, al grueso de la población.
Colombia atraviesa una ruptura histórica que, temida por unos y anhelada por otros, tendrá un costo humano e institucional alto e inevitable, pero que conducirá inexorablemente hacía un nuevo paradigma de país, uno donde las causas de la insurrección y del malestar colectivo sean atendidas y tramitadas desde el fondo y no solo desde la forma, por la vía política, a través de consensos democráticos confiables y no mediante la violencia ni la lucha armada.
Esa apuesta, con la que Colombia hoy se juega su futuro, es la misma que hicieron muchos países en décadas atrás con el fin de consolidar sociedades más justas y democráticas. En 1976, cuando se publicó la primera revista Nueva Política, dedicada al fascismo en América Latina, por considerar que se trataba de un tema de actualidad, se creía que, desde el análisis académico y sociológico, sería posible inspirar la lucha frontal contra el extremismo ideológico y rebatir con eficacia el peligro de los fanatismos en feroz avanzada por el mundo entero.
Han pasado 45 años y la tragedia sigue vigente; al igual que la del hambre. En aquel entonces se dijo que resultaba «indispensable hacer otro tanto frente a la proliferación de grupos y regímenes americanos que instalan la autocracia, la represión y el terror como fundamentos de la organización social»; y confiar en que la conciencia crítica contribuiría a transformar la realidad y a reducir la distancia que nos separa de antiguas y nuevas utopías.
Hoy esta apuesta, cuando hemos llegado al límite de todas las posibilidades en el imaginario social, parece algo suicida. La conciencia crítica no florece en la ignorancia, el hambre, la violencia y la miseria, del mismo modo que las rosas no crecen en el estiércol. Más que confiar en la conciencia crítica de minorías creativas, quizás sería conveniente confiar en el orden de los procesos y en el despertar de la conciencia social de los pueblos.
Es en la indignación colectiva, que se cocina en el estómago de las mayorías ninguneadas y oprimidas, estalla en el corazón y despierta la razón, donde brota la llama insurreccional y se renuevan las ideas políticas. La apuesta es alimentar la llama de la esperanza con símbolos, conceptos y actos solidarios (urgentes en tiempo de pandemia), y avanzar con paso seguro hacia un cambio posible y cercano, hacía un punto de no retorno, de asfixia del modelo imperante, de caída de los dogmas dominantes, como blandas piezas de dominó, y de auge de los más fervorosos imaginarios sociales y colectivos. Solo en ese momento se podría encausar el malestar social, aunque la represión aumente el caudal del descontento, hacia la superación de las causas de la emancipación, hacia la búsqueda de consensos, soluciones y respuestas.
Los caídos allanaran el camino, el llanto será semilla y las conciencias críticas emergerán como tablas salvavidas para conducir este malestar popular hacia una nueva propuesta de país. Y no de cualquier país. Hoy se requiere uno que involucre a toda la nación, haga posible el deber y el derecho a la justicia y la equidad, garantice que aquellos que mutilaron sueños, enterraron la constitución, delinquieron contra el pueblo y degradaron la democracia en plutocracias autoritarias y despiadadas, sean ejemplarmente condenados.
Cuando se alcance el equilibrio entre la indignación y la esperanza, las fuerzas democráticas que han acompañado el proceso insurreccional, desnudas de vanidades y revestidas de legitimidad cívica, podrán asumir la misión de canalizar demandas, reclamos rabiosos e ideas ciudadanas, para construir propuestas viables que redunden en cambios profundos en la matriz del sistema, en bienestar y justicia para las mayorías.
Sin embargo, para no alentar falsas promesas que desemboquen en enormes frustraciones, será importante explicar y entender que no se restaura en pocas semanas el rumbo de un país que lleva más de dos siglos navegando a la deriva e ignorando su intestina putrefacción, pero este primer paso podría sentar las bases de un nuevo proyecto de país; de uno capaz de vencer el horror de un pasado violento y confiscado, de superar el odio como herencia política y proponer las reglas de un nuevo contrato social para legar una esperanza de futuro a quienes tendrán la misión, desde la razón, el estómago y el corazón, de mantener el rumbo hacia un Estado democrático, de justicia, consciencia moral y equidad económica y social; hacia un rotundo y lucido despertar nacional.
El dialogo que se promueve entre el gobierno y algunos representantes de los sectores sociales que convocaron al paro, (ya se han dado tres intentos fallidos) debe iniciarse en condiciones de confianza y respeto a los derechos humanos; no es posible escucharse cuando suenan los tiros y los gritos de las víctimas, ni reconocer como interlocutores legítimos a quienes someten o son sometidos por el terror y la violencia ni construir acuerdos con quienes son vistos como súbditos, no como ciudadanos iguales, con derechos y deberes.
Lo primero, antes de hablar del llamado ‘Pliego de emergencia’, con sus seis o siete puntos, y del posterior debate de un pliego más profundo e incluyente, que recoja las propuestas de los cabildos, comités y asambleas populares, y reconozca las reformas estructurales que necesita el Estado colombiano, es silenciar los fusiles, parar la brutal represión en las calles, abolir el lenguaje de la guerra, garantizar que el desproporcional uso de la fuerza por parte de la policía y del ESMAD contra la población civil y sus bienes, las torturas, las retenciones arbitrarias, las mutilaciones, los abusos sexuales, los asesinatos, secuestros y las desapariciones forzadas, así como las acciones vandálicas de los infiltrados (la mayoría agentes del Estado encubiertos), sean sancionados con ejemplar severidad. Ni un solo caso de violencia puede quedar en la impunidad.
Para avanzar además de compromisos se requiere confianza. El gobierno percibe a los manifestantes y sus colectivos como enemigos a destruir, y estos a su vez observan la falta de voluntad de cambio y de compromiso con la verdad por parte de un gobierno represor. No hay confianza entre las partes, ni siquiera respeto. Lo que el gobierno llama uso legítimo del monopolio de la fuerza en aras de restaurar el orden público, la ciudadanía, con el eco de gobiernos y organismos internacionales, lo reconoce como una guerra contra la sociedad que incluye crímenes de lesa humanidad y de genocidio.
Quizás en un ambiente tan complejo como este, sería fundamental entonces garantizar la mediación, como si estuviéramos ante un acuerdo de paz, de gobiernos amigos y organismos garantes, como el clero o la ONU, para acercar las partes, crear un ambiente de calma y seguridad, monitorear los acuerdos y su cumplimiento, supervisar los avances en las subcomisiones de diálogo que tendrán que involucrar a diversos sectores e insistir en garantías de justicia y seguridad para los líderes, los ciudadanos (as) y las organizaciones que participan en estos procesos; incluso, de ser necesario se podría convocar la presencia de un consejero especial internacional, demarcado políticamente de la disputa nacional, y que no sea censurado por el gobierno, como ocurrió con Lemoyne y Egeland, anteriores consejeros en procesos de paz en Colombia.
Un buen gesto por parte de gobierno, que además ayudaría a crear un ambiente de confianza y respeto, sería empezar por reconocer su responsabilidad histórica en esta debacle social, política y económica, por dejar de estigmatizar a quienes luchan por un país más justo y viable, aceptar que la crisis no se resuelve con pañitos ni maquillaje y que debe dejar de escatimar recursos -que generosamente despilfarra en otros asuntos, para proteger a la ciudadanía, garantizar el mínimo vital y una renta básica universal, apelando tanto a una reforma tributaria coherente y justa, reducción de los costos del Estado, lucha frontal contra la corrupción, y aumentando sus posibilidades de producción.
Si el gobierno garantiza recursos que logren saldar las viejas deudas, no como limosnas sino como derechos reconocidos a través de políticas incluyentes y proyectos sociales perdurables, podría pasar a la historia, incluso contra su voluntad, como el rotundo constructor de una era de paz, estable y duradera para Colombia.
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